domingo, 19 de diciembre de 2010

Las putas y el cielo

Recorrer la ciudad ha sido una de mis debilidades, que disfruto con gran placer. Cierto día, mientras caminaba hacia La Estación –sector de Yarumal conocido así por los talleres de mecánica y las bombas de gasolina-, me topé con un amigo, un poco ebrio y con pintalabios en la mejilla, que me ofreció un trago. Tomé la botella de aguardiente y tomé un sorbo. ¿De dónde vienes? –le pregunté-. De donde las chicas –me respondió. Al escuchar su respuesta sentí curiosidad, pues es un hombre casado y recordé lo que en algún momento le oí decir a alguien: “Las mujeres que cometen adulterio están cometiendo el pecado de Putaísmo”.

Hubo un tiempo, por allá en los años cincuenta, en que la Zona de Tolerancia –que iba desde el barrio Cuatro Esquinas hacia La Estación- era el centro de las mujeres de “vida alegre”, “con oscuro porvenir” y a donde iban hombres reputados, honorables y de un poderío social y económico que podían hacer que desde el púlpito se dieran dictados de buena conducta para las señoritas y señoras, serviles a la voluntad de sus esposos y honrosas del cuidado de la familia, los niños y la cocina.

Las Zonas de Tolerancia y los burdeles han sido parte del crecimiento de las ciudades y urbanización de los barrios, como en su momento fue el barrio Lovaina (en Medellín) donde los muertos del Cementerio de San Pedro convivían con las “damas de compañía” –pese a que son putas, pero valga el eufemismo-, que consolaban los deseos reprimidos de hombres y muchachos recién salidos de la pubertad y con derroche de virilidad. Allá, donde ‘Marta Pintuco’ entrenó señoritas para servir en la intimidad está retratada una ciudad que, pese a la moral también pecó.

No sé hasta qué punto habrá llegado la doblemoral de los cristianos, que hacían de la máxima “el que reza y peca, empata” una condición de vida. Reprobando las actuaciones de sus mujeres, doblegadas ante la condición de no tener derechos políticos ni poder estudiar –solamente hasta el bachillerato-, siendo un patriarcado el que dirigía los destinos de la sociedad y los estamentos políticos. ¿Tenían las mujeres algún estatus social, que no fuera el mismo de sus esposos? No. Quien no estuviera dentro de los cánones morales era una “mujer fácil”.

El oficio de consentir a los clientes siempre se ha asimilado con el oficio de los poetas, bohemios y bebedores, que frecuentan con asiduidad los sitios donde los besos saben a elixir de juventud, los tragos son menos amargos y las madrugadas son extensas melenas de mujeres que ofrendan a la literatura, como si fueran parte de un Harén árabe, y el poeta fuera el centro de los ritos y las danzas.

En Yarumal, así hagamos esfuerzos para llamar a los burdeles “centros de diversión”, “de lenocinio” o “la casa de las muchachas” seguirán siendo una necesidad cultural, así suene burdo y extrovertido, pero lo son, por son parte del oficio más antiguo del mundo. Como escribió alguna vez el poeta Eduardo Escobar, de la generación nadaísta, “todas las putas con católicas y van al infierno de los poetas”.

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