sábado, 16 de octubre de 2010

Bibliopatía, mi enfermedad

La verdad nunca pensé que fuera a clasificarse dentro del vademécum psicológico esta adicción que, así como los juegos de azar tienen su término que es la ludopatía, ha estado llegando a muchos amigos cercanos, porque esta enfermedad que algunos, pocos diría yo, están sufriendo, y que apenas se está estudiando es más que una adicción: un placer por tener libros.

Todavía recuerdo las cantaletas familiares por la polilla, el reguero de libros y hojitas caídas en el suelo, como en la famosa fotografía del poeta León de Greiff fumando su cigarrillo con pipa larga, con sus libros revoloteados y echados al suelo sin dirección. Una adicción que fue creciendo con los años, sacrificando las onces para comprar la colección de los Premios Nobel, que vendieron alguna vez por autor cada semana. Qué cúmulo de libros. ¿Para qué sirve acumular libros? Para muchos basura. Otros más cultos –perdón por lo peyorativo-, una fuente de sabiduría. La inmensa mayoría dirá que es una adicción ridícula, porque hay cosas más importantes qué comprar con ese dinero que se gasta en libros, y que además ya los libros vienen digitales. Para eso está el Internet, dicen muchos de los que botan a la basura la colección de la Enciclopedia de la Ilustración o El Catecismo de Gaspar Astete, primera edición.

Lo que sí me reconforta un poco es el saber que somos varios los adictos, los locos, los que guardamos libros y compramos cuánto descuadernado o con fecha rara encontremos. No tenemos en nuestra biblioteca ni un betsellers ni un libraco de Coelho o de Riso, sino que tenemos como obligación de bibliópatas varias ediciones de “El Quijote de la Mancha” y “La carta para un joven poeta” de Rilke.

Sé que somos seres extraños porque tenemos libros que nunca leeremos, jamás regalaremos, ni nunca volveremos a conseguir. También nos preguntamos qué haremos con tanto libro en un eventual trasteo, si preferimos llevar menos objetos ornamentales de la casa o echar todos los libros en cajas al nuevo hogar. La verdad prefiero vivir rodeado de libros y no tener que padecer de ‘ignorancia’, un mal que no tiene cura.

Algunos son eruditos porque tiene muchos libros, pero más bien son lectores de ‘vuelo de pájaro’, porque tiene notas en todos lados de los libros, en lo que interesa. Cómo es extraño encontrar un buen conversador de literatura, porque es general escuchar hablar del partido de fútbol o del último capítulo de la novela de moda. Los libros, amigos fieles, revelan mejores secretos y engaños que los novelones-medio-culebreros de la pantalla colombiana.

Está bien que casi nadie lee, y que somos pocos los adictos. También es cierto que en Yarumal sí hay lectores y lo comprobé con una librería que monté con un par de amigos, una odisea que terminó en una Acuarimántima y en donde muchos libros fueron a parar a nuevos hogares. Los compradores eran de varias edades y los libros de autores muy conocidos, otros endiosados y un poco malos, pero lo importante es que nos dimos cuenta que la adicción de la bibliopatía es contagiosa. Algunas rarezas bibliográficas que lograron salir de nuestras bibliotecas personales fueron compradas a buen precio por quienes aprecian la literatura, una hija de la obre cultura, que pocos aprecian y muchos maltratan, pero que es el estado natural de más de un loco.

Así como el otro mal literario, “el mal de Montano”, clasifica a más de un lector y escritor, la adicción calificada como bibliopatía está tomando víctimas que, aunque pocas y escondidas, buscan desesperadamente un libro que llene su alma, y también su biblioteca.