viernes, 14 de mayo de 2010

Una tertulia inesperada

En casi ninguna conversación o tertulia en que participo puedo dejar de mencionar el nombre de éste grande de las letras. Y tampoco, y eso es casi un rito, de comentar el humor del dúo humorístico de las señoras “más lengüilargas de Colombia”.

El mediodía del 11 de mayo lo recordaré como nunca. No sólo porque fue una confabulación del tiempo que me encontrara con dos grandes, si no también porque ese día pude comprar y tener en mis manos un libro por el que me había cansado de preguntar en todas las librerías de Medellín.

“Aló...¿Tola? / Sí, con ella...¿Con quién? / Pues con Maruja...¿Cómo amaneciste? / Regulimbis, mi querida...Manecimos con un desempleado en la casa. / No fregués, ¿quién? / El nieto mío, Juaquin Estiven, el que trabajaba en el DAS / ¡Bruta¡, no charlés, ¿por qué lo echaron? / Figurate que a él le tocaba funcionar en la sección de chuzadas telefónicas y lo pusieron a oír una conversación entre el dotor Holguín Sarni y el dotor Bernal Cuéllar, y Estivencito se quedó dormido. / Qué trabajo tan duro. Esta conversación de dos comadres, una de ellas, personificada por un humorista que conocí pensé que nunca podría verla desde tan cerca. Un amigo chismoso, pero bien informado.

En mis aventuras a pie por el centro de Medellín, como hago cada que puedo, visité la librería más rara de Medellín, no porque sea atendida por un sesentón, si no porque hay pocos compradores, y si los hay son ratones de biblioteca o intelectuales de vieja data. La librería Palinuro, ubicada en una calle medio ciega, cerca al Parque del Periodista, núcleo de la rumba gótica-rockera-enmarihuanada de la villa, es uno de los sitios de tertulia más conocidos de Medellín, no porque se tome mucho tinto o se hable mucho de política, porque es un tema prohibido, sino porque es el sueño hecho realidad de cuatro locos que soñaban con tener una librería de libros leídos, cuatro viciosos de las letras y la lectura: Héctor Abad Faciolince, Sergio Valencia, Élkin Obregón y Luis Alberto Álvarez.

En mi visita, un viaje intempestivo, no pensaba en ningún momento encontrarme con dos grandes como Maruja, la amiga chismosa de Tola, que es interpretada por Sergio Valencia, el dúo de señoras que nos alegran las noches, y también, volver a ver personalmente al maestro del periodismo y mi escritor de cabecera Héctor Abad, una pluma necesaria para ver desde la trastienda, adornada de literatura, una realidad no vista de Colombia.

La improvisada tertulia se tornó más interesante cuando le mencioné a Héctor su última publicación, un ensayo que fue incluido en el Manual de Ateología recientemente publicado. Las risas no se hicieron esperar. Este paréntesis fue aprovechado por Héctor para recordar su expulsión de la Universidad Pontificia Bolivariana por escribir en contra del papa, fulminado por el báculo de su archienemigo López Trujillo, añadiendo que la historia se estaba repitiendo, porque a mí también me había pasado casi lo mismo, pero en un Colegio Católico. Este encuentro, que desgraciadamente no quedó grabado en imágenes fotográficas, sino en nuestras memorias, sólo duró unas dos horas, las más gratas dos horas de mi viaje. Lástima que otro amigo, el caricaturista y escritor Élkin Obregón, no pudiera estar para hacernos reír con sus ocurrencias literarias y su elocuencia quijotesca.

Mi peregrinaje literario, que no era en un día sabático, si no una visita obligada para sacar un requisito innecesario como el RUT, terminó en el parque de Bolívar, otro lugar de la ciudad que encierra emociones, risas y personajes, como la velada diurna de un cantante de tangos, que con el pelo engrasado a lo Gardel, corbatín y traje de gala, una memoria prodigiosa y una voz no fingida, acompañado por las notas de su reproductor mp3 cantaba tangos tan recordados como “El arrabal”, “Volver” y “Por una cabeza”.

Los tangos y la fresca de la fuente del parque de Bolívar me hicieron rememorar por toda la tarde la tertulia con Héctor, Sergio y Luis Alberto, quienes con Élkin forman los mosqueteros de Dumas, porque ellos son unos enamorados de Medellín y mecenas de una profesión subvalorada pero culta, porque ser librero es una cosa de locos, un molino de viento al que pocos Quijotes se le enfrentan.